“Cada mañana mi música despertaba a los astronautas” Toumani Diabaté

Graba con Björk, ha tocado con Taj Mahal, Alí Farka Touré, Salif Keita o Ketama, le reclama el Kronos Quartet, y Hans Zimmer le ha llamado para la banda sonora de Madagascar II. Toumani Diabaté (Bamako, 1965) está abriendo nuevos caminos para la kora. Su disco The Mandé Variations se centra exclusivamente en el arpa-laúd de África occidental de 21 cuerdas cuyo sonido define como místico. Los pulgares e índices de Toumani Diabaté la tocan con una maestría apabullante. “Expreso lo que llevo en el corazón a través de las cuerdas”, dice en francés el músico de Malí. The Mandé variations es su primer disco en solitario en 20 años. “Cada uno lucha como puede, y yo lo hago con este disco. Mi combate es de paz, amor, solidaridad, tolerancia y mutua comprensión. Hoy, todo el mundo está sediento de dinero, casas, coches… Nos olvidamos de pensar en nuestro interior”, comenta con voz serena. “Tenemos que apagar el fuego que llevamos dentro. Cuando logremos apagarlo nos resultará más fácil apagar el que hay ahí fuera”.

Tardó apenas dos horas en grabar el disco. “La cinta comenzó a girar y me puse a tocar. Es un don de Dios, porque esta música no está escrita. Viene del corazón, llega la inspiración a la cabeza y se transmite a los dedos. Quizá pueda tocar mejor, pero nunca igual que en la grabación”, explica. Simultanea los conciertos en solitario con los de su panafricana Symmetric Orchestra. “El proyecto sigue. Hemos ganado todos los premios de música de Malí y arrasamos en EE UU y Canadá. Su objetivo es la reconstrucción cultural del imperio mandinga, que abarcaba lo que hoy son Malí, Senegal, Gambia, Burkina, Costa de Marfil… Hoy hay fronteras de la época colonial, pero pertenecemos a las mismas familias”.

La kora es el documento de identidad de la cultura mandinga. Y un asunto familiar para el maliense. Durante más de 70 generaciones, los Diabaté la han estado tocando. Se entusiasma al hablar de cómo toca su hijo de 15 años y dice sin pesar que su padre nunca le enseñó: “No tenía tiempo. Yo nací con la independencia de Malí, y mi madre y él estuvieron entre los fundadores de la Orquesta Nacional. Eran los años de las declaraciones de independencia y todos los países competían por tener una orquesta y un ballet”.

Toumani Diabaté reza cinco veces al día. El sol está declinando y toca la última plegaria. Media hora más tarde retoma la entrevista y cuenta que el astrofísico Cheik Modibo Diarra, que trabajó en California para la NASA, colocó música de Toumani en las estaciones espaciales: “Cada mañana mi música despertaba a los astronautas”.

Al recordar las grabaciones de Songhai con Ketama y Danny Thompson se le escapa la risa. No se entendían hablando. Las únicas palabras comunes eran “afinado”, “otra vez”, “bueno, vamos”… Y le parecía cómico que los españoles dijeran “falseta” -en su idioma suena igual que “coge el pie del asno”-. “Lamento que ese proyecto no haya tenido continuidad. Porque no creo que se haya hecho nada igual. La cultura inglesa, la española y la mandinga juntas. Además, fue uno de los discos que establecieron el concepto de lo que llamamos world music. Estamos en la historia de la música”.

Publicado en El País, 28/4/2008

“Pienso en ritmo, melodía y poesía” Adriana Calcanhotto

Las letras de su disco Maré son de poetas brasileños como Antonio Cícero, Arnaldo Antunes, Waly Salomão, Augusto de Campos o Ferreira Gullar, que suele decir que hay poesía porque la vida no basta. “Completamente de acuerdo. También dice, bueno, lo dijo Elliot, que el poeta escribe para librarse de las emociones. Ahí el problema empieza a ser del otro”, comenta riendo. A Adriana Calcanhotto (Porto Alegre, 1965) le gusta mucho Joan Brossa. “Hay muchos poemas sin poesía y él en cambio tiene mucha poesía en cosas que se llaman poemas visuales sólo porque hay que llamarlos de alguna manera. Su obra es violenta, delicada, con mucho humor”.

Maré, coproducido por Arto Lindsay, tiene que ver con el mar. “Me fascina el mar, ese mar de la literatura y las canciones, el mar como metáfora de la condición humana”, explica. Cuando hace 10 años grabó Maritmo no pensaba en términos de trilogía. “Lo hice y punto. Al darme cuenta de que las canciones que me iban gustando seguían siendo marítimas decidí asumir la idea de trilogía. Pero no necesariamente habrá un tercero”.

Adriana Calcanhotto busca la sencillez. “Mi meta es llegar a lo esencial. Ir eliminando excesos. Refinando hasta quedarse sólo con lo que es esencial lleva tiempo y da mucho trabajo. Pero es divertido porque es un proceso y los procesos siempre me interesan”, confiesa. Dice que le ha influenciado el punk. La idea de “no sé hacer música, pero la hago”. También se identifica con John Cage: “Porque no pensamos en términos de armonía. Me identifico también con el humor y con que trabajo con el azar, la pausa, el silencio. Yo pienso en ritmo, melodía y poesía. Así construyo mi trabajo. Por eso me gustó el rap cuando lo oí por primera vez”.

En la música brasileña se está produciendo un tránsito libre entre estilos, y ya no hay movimientos como la bossa nova o el tropicalismo. “Me parece muy bueno que sea así. Por los medios de producción, al poder hacer tu disco en tu ordenador portátil en casa, las personas trabajan más aisladas”, dice. “Hace unos años yo recibía material de compositores y cantantes en el que veías muy nítidamente las influencias. Ya no. Hoy los músicos jóvenes quieren ser ellos mismos. Creo que este cambio tan rápido tiene mucho que ver con Internet. La gente ahora escucha lo que quiere”.

Acaba de publicar en Brasil Saga lusa, un libro en el que narra un mal viaje provocado por la ingesta de medicamentos. “Estaba de gira en Portugal y en el segundo concierto me sentía muy mal, con bastante fiebre. Un médico dijo una cosa, otro otra, y en la confusión me tomé todo lo que me recetaron. Pasé cinco o seis noches sin dormir. Con alucinaciones y delirios. Estuve escribiendo en el portátil para sobrevivir. Fue lo que me salvó. Tenía la guitarra a mi lado todo el tiempo y no la toqué. Comprendo que alguien en esa situación se desespere y se tire por la ventana porque ya no controlas la mente”.

Con el heterónimo Adriana Partimpim grabó en 2004 un hermoso disco de canciones para los más pequeños. De niña escuchaba con sus padres a Chet Baker, Miles Davis, Piazzolla, y le horrorizaban las canciones infantiles. “No entiendo por qué tratan a los niños como si fuesen burros. En los espectáculos de Partimpin era estupendo que los adultos no se aburrieran. Los niños son transparentes. Dicen lo que piensan. No tienen las cosas tan establecidas. Todo puede ser. Y eso no es poco”.

Publicado en El País, 6/11/2008

Bebel Gilberto, el peso de un apellido

“Lo último que haría sería mudarme de nuevo a Brasil”, asegura Bebel Gilberto, que no abdica de su condición de neoyorquina. Su primer disco, Tanto tempo, pasó inadvertido en Brasil, pero le valió los elogios del entonces presidente Clinton y la convirtió en el artista brasileño que más discos había vendido en Estados Unidos desde la década de los sesenta.

Isabel Gilberto de Oliveira (Nueva York, 1966), hija de João Gilberto y de la cantante Miúcha, sobrina de Chico Buarque, incluye en su nuevo disco, All in one (Verve), una adaptación al portugués de Sun is shining, de Bob Marley. “A finales de año fui a Jamaica de vacaciones. En uno de los hoteles había un estudio de grabación y se me ocurrió llamar a varios amigos”, cuenta. El resto del disco lo grabó en Nueva York y Salvador de Bahía. Allí se citó con Carlinhos Brown, casado con una de sus primas, y cuyo talento creativo ha quedado oculto tras su arrolladora capacidad festiva. “A mí también se me ha tratado un poco injustamente en Brasil. Creo que pasa con todos los que nos hemos ido a vivir fuera”.

Bebel ha contado con productores como Didi Gutman -de Brazilian Girls-, John King -de Dust Brothers- o Mark Ronson, que ha trabajado con Amy Winehouse: “Pude conocerlo porque sale con una amiga mía y ella me lo presentó en una cena. Él me sugirió The real thing, de Stevie Wonder”. Otra sorpresa del disco es Bim bom, que João Gilberto grabó en 1958. “Daniel [nieto de Antonio Carlos Jobim], al que conozco desde niño, y que tiene un apartamento vecino al mío en Nueva York, estaba tocando el piano en el estudio que tengo en casa. Había una canción que no nos salía y nos fuimos a comer. Al regresar, él se había bebido unos vasos de vino y empezó a cantar ‘Bim bom bim bim bom…’. La grabamos en tres horas”, asegura.

“Me pregunto cómo tuve el valor de grabar una canción de mi padre”, confiesa con una risita tensa. Y pone cara de jugadora de póquer a la pregunta de si le ha gustado al genio de la bossa nova. “La escuchó por teléfono. En cuanto a lo que dijo, mejor lo dejamos”. Difícil llevar el apellido de un mito de la música popular: “Nunca he pretendido superar el respeto que el mundo tiene por mi padre. Pero saber que nunca vas a ser como él es un poco frustrante”. Firma como compositora la mitad de las canciones. “No tengo método. A veces me encierro en casa para componer. Si se me ocurre una idea durante un viaje o en medio de alguna locura llamo a casa y dejo la melodía en el contestador”, dice. Chica chica boom chic es un guiño a Carmen Miranda, la brasileña más universal. “No he renunciado al sueño de la película sobre ella. Tendré que hacerla con Almodóvar como siempre he dicho. Yo soy la única que puede hacer de Carmen Miranda en el cine. Me voy a morir y ya no habrá otra”.

Publicado en El País, 27/10/2009

La orquesta con nombre de árbol milenario

Desde Made in Dakar, hace diez años, que la Orquesta Baobab no daba señales de vida discográfica. Sin disco aunque con presencia habitual en clubes nocturnos de Dakar como el Must o el Just 4 U. En 1970, unos músicos que se juntaban los sábados para tocar en el Baobab de la capital senegalesa, tomaron prestado el nombre de aquel local cuya decoración simulaba el interior del árbol milenario. Del baobab se dice que posee propiedades curativas y que es un símbolo de resistencia. Y la orquesta sigue fiel a su estilo con el cantante y percusionista Balla Sidibe tirando del carro ahora que, por cansancio o defunción, faltan otros veteranos. El título de su nuevo disco, Tribute to Ndiouga Dieng, rinde precisamente homenaje a uno de los cantantes fallecido en noviembre. La Baobab, que por primera vez integra una kora y un trombón, ha contado con Thione Seck, uno de sus primeros cantantes, y con Cheikh Lô, siempre con sus trenzas enmarañadas y las ropas coloridas hechas con trozos de distintas telas.

Casi toda la culpa la tiene el inglés Nick Gold, productor de Buena Vista Social Club. A principios de siglo, Gold, que ya había publicado antiguas grabaciones en cuatro pistas de la orquesta senegalesa en el disco Pirates choice, logró reunir de nuevo a la disuelta Baobab. No fue fácil convencer a los músicos, tras casi tres lustros en el dique seco, para que se embarcaran en una gira europea: el guitarrista Barthélémy Attisso, por ejemplo, ejercía como abogado en Togo; el cantante Rudy Gomis dirigía una escuela de idiomas. Tanto manos como mentes estaban un poco anquilosadas. Aún así salió un magnífico Specialist in all styles, con material inédito, en el que participó Ibrahim Ferrer.

Cuando Youssou N´Dour era un niño en la medina, la escena musical de Dakar, un bastión de la colonización francesa, vivía a ritmo cubano. En clubes como el Miami Bar, el Sahel o el Kilimanjaro, caderas y pies se movían con números de los Matamoros o la Orquesta Aragón. Discos de mambos, guajiras, rumbas y chachachás entraban por los puertos. Y se escuchaban arrebatadoras adaptaciones de El carretero, El manisero o Guantanamera en las que más que entenderse se podían intuir palabras en español: la música bailable de Senegal estuvo claramente marcada por la de Cuba hasta los años setenta.

A finales de esa década, la Star Band comenzó a desarrollar a partir de los tambores sabar y tama el exitoso mbalax [se pronuncia embalaj] urbano, que harían también suyo grupos como Etoile de Dakar (y Youssou N´Dour). La Orquesta Baobab, con su mezcla musical de Cuba y África Occidental ya pasada de moda, lo vio claro: “A las mujeres les gusta este tipo de baile y, allí donde van ellas, les siguen los hombres”. La Baobab es un vestigio de tiempos postcoloniales e incipientes independencias en el continente africano. Hoy, en suburbios complicados de Dakar, como Guédiawaye o Pikine, los chicos andan con el hip hop. Aunque ellos probablemente lo ignoren, no hacen otra cosa que recuperar el tradicional tassou de sus antepasados.

Publicado en El País, 10/05/2017

Melody Gardot, la cantante que perdió el habla

Melody Gardot está en París. En un hotel de cinco estrellas al lado de los Campos Elíseos. La joven estadounidense tiene un concierto privado: canta en un pabellón de acero y vidrio instalado en el Jardín de las Tullerías, para los más de 300 invitados de la marca suiza de joyas y relojes de lujo que la ha elegido como embajadora. Circula un vídeo con su interpretación de La vie en rose y, en los últimos meses, ha llenado seis veces el Olympia, la mítica sala que vio triunfar a Edith Piaf, Jacques Brel o Amália Rodrigues. “Amo París. Es el primer sitio que sentí que era mi hogar. Me gusta el estilo de vida. El aprecio de la gente por la poesía, la música y las artes. Vivo en Filadelfia, una de las ciudades más antiguas de Estados Unidos, y hay una calle diseñada por el hombre que proyectó los Campos Elíseos así que tiene cierto aire parisino. Yo solía caminar por ella desde niña imaginando que estaba aquí”.

Hoy toca pelo negro, las uñas de las manos de color azul y labios rojo sangre, un vestido corto morado, medias de rejilla y zapatos de tacón de aguja, sombrero negro de ala y esas gafas oscuras que probablemente sólo se quita a la hora de dormir. ¿Poses de diva? Nada más lejos de la realidad. Melody Gardot –la ‘t’ final no se pronuncia- se muestra amable y cálida. En cuanto desaparece del cuarto de hotel la cámara de TV de su anterior entrevista pide permiso al periodista para quedarse descalza y, apoyándose levemente en su bastón, se acerca a la ventana abierta a un gran patio para fumarse un cigarrillo. Con el sonido de fondo de las campanas de una iglesia cercana, habla sobre las diferencias entre el idioma portugués en Portugal y en Brasil, o el castellano de España y el de América –explica que le cuesta mucho menos entender los acentos del hemisferio sur-, y se interesa por saber las razones de las distintas pronunciaciones de la ‘c’ y la ‘z’ en español. Su novio entra en la habitación y le entrega una bolsa de plástico de la que ella saca varios grandes botes de suplementos vitamínicos naturales: C, B12… Se sienta ante una mesita, desenrosca uno de los tapones y se traga dos pastillas sorbiendo con una pajilla agua mineral de una pequeña botella. “A algunos músicos les gusta tomar drogas, lo mío son las vitaminas”, dice riendo.

Hace diez años –ella tenía 19- pedaleaba por las calles de Filadelfia cuando se le cayó el mundo encima. Un todoterreno se saltó un semáforo en rojo y la arrolló. Quedó en el suelo con la pelvis fracturada y múltiples traumatismos. “¿Si empezó una nueva vida? Yo creo en el viaje del alma. Hay muchas historias de personas que han tenido experiencias próximas a la muerte y de cómo les ha cambiado la vida. Absolutamente todo cambia dentro de uno. Y fuera de nosotros, a nuestro alrededor. Para mejor. No me puedo imaginar más agradecida al despertar y por ser lo que soy ahora. Es un ‘milagro’ –pronuncia la palabra en español-”. Hasta entonces pintaba y soñaba con trabajar en el mundo de la moda o el diseño. Y, desde los 16, y para sus gastos, tocaba el piano en bares los fines de semana: de Duke Ellington a Radiohead.

Tenía tal cantidad de morfina en el cuerpo que alguien podría haberme dicho que me iban a implantar un pene y le hubiera contestado ‘bien, estupendo, sólo quiero que me enseñes a usarlo’ (se ríe). Yo estaba en cama y veía unas sombras blancas que eran los médicos. Como en una película de vampiros. Tenían gráficos en las manos y con su diagnóstico me condenaban a cadena perpetua. Una curiosa manera de jugar a ser Dios”, recuerda. “He visto tantas cosas hermosas que los médicos no consiguen explicar. Si tú quieres, si trabajas contra la muerte, te puedes quedar aquí un poquito más. Creo que una muerte emocional se produce de igual modo”.

Tardó meses en hablar de nuevo –su cerebro funcionaba, pero las palabras no lograban salir de su boca- y más aún en volver a caminar. Un neurólogo la animó a utilizar la música como terapia. Recostada en la cama intentaba canturrear ayudándose de una guitarra. Así surgió, en 2005, el material de un EP de seis canciones que acabó llamándose Some lessons. Las había ido grabando en un ocho pistas que tenía en su habitación. Al principio lo hacía simplemente porque le fallaba la memoria a corto plazo: era incapaz de recordar qué había hecho un rato antes. “Cuando regresé a casa había un par de zapatos de tacón de aguja al pie de la cama y no dejaba de mirarlos pensando ‘algún día me los voy a poner’. Conocí a una osteópata, una persona muy especial a la que le importaba un comino el negocio de las aseguradoras médicas o el número de pacientes que se suponía debía de atender diariamente, y le pregunté ‘¿crees que podré volver a caminar algún día?’. Y ella me contestó: ‘Nena, yo te voy a ver bailando” (se emociona al contarlo).

Hoy sigue siendo hipersensible al sonido y la luz –de ahí sus gafas oscuras- y camina con un bastón. Uno de los doctores que la cuidaron comentó que no es posible separar su música del daño que sufrió. Se queda un rato en silencio. “Ray Charles era ciego, Ray Charles era músico o Ray Charles era un músico ciego? Creo que una puerta conduce a otra. Estoy dónde estoy porque vengo de dónde vengo. Así que lo acepto de la mejor manera. Es como el vino y el viñedo. No puedes cambiar la tierra de la que nace la uva, pero cada año cobra un sabor distinto”, comenta quien practica el budismo y sigue una dieta macrobiótica. Melody Gardot financia un programa de terapia musical en el hospital de Nueva Jersey donde fue atendida. Y en su página de Internet dejó escrita una reflexión sobre la discapacidad: “¿Esa palabra no debería aplicarse a todo el mundo? Piensa en cuanta gente que tú conoces no dibuja bien. Todas esas personas que no saben dibujar ¿no están discapacitadas para la pintura? Yo soy capaz de realizar determinadas tareas e incapaz de hacer otras. Eso es todo”.

En 2008 grabó Worrisome heart y, al año siguiente, producción de Larry Klein y arreglos de Vince Mendoza, My one and only thrill, del que ha vendido cientos de miles de ejemplares. Cuando se acerca al micro, deja apoyado el bastón y empieza a cantar a capella, acompañándose apenas de los chasquidos de sus dedos, el tintineo de una pulsera o su tacón golpeando el suelo, no hay quien se le resista. Afinación, swing, y una coloratura de voz carnosa que le permite transmitir emoción sin necesidad de forzar registros: al servicio de la melodía, de la letra de cada canción. En sus conciertos suele incluir algún que otro clásico: Over the rainbow –homenaje a su abuela-, Ain´t no sunshine de Bill Withers o ‘Sodade’, que cantaba Cesaria Evora. Aunque, básicamente, interpreta sus propias composiciones. Algunas parecen sacadas del mejor cancionero estadounidense de los cuarenta y cincuenta. “Me siento más cómoda escribiendo un blues porque entiendo el sufrimiento. Me gustan las historias, leerlas, oirlas y, de vez en cuando, incluso escribirlas”. Carla Bruni compara sus letras con la poesía de Emily Dickinson: “Carla es un encanto”.

Si uno la escucha por primera vez, sin tener la más mínima referencia previa, su voz no parece la de una mujer de veintitantos años. “Todo el mundo piensa que soy mayor. Y lo soy”, asegura. “Yo diría que tengo dos millones de años porque me interesa mucho más el alma que cuantas décadas lleva acumuladas mi cuerpo”. Vive prácticamente en una maleta. “Soy como un genio, todo lo que tienes que hacer es frotarla tres veces y aparezco”, dice riendo. Al pasar la mayor parte del tiempo viajando se vio obligada a desprenderse de su gato Maestro. “Oh, Maestro, Maestro”, exclama como lo haría una niña. “Cuando empecé a viajar no podía hacer planes de nada. Me avisaban de pronto de que tenía que estar dentro de un avión en tres días y pasar una semana fuera de casa. Y luego volvía a casa y vuelta a empezar. Al vivir sola tuve que encontrarle un nuevo hogar a mi gato. Era increíble porque yo estaba tocando el piano en mi apartamento y si le gustaba, saltaba de la cama, venía a sentarse conmigo en el taburete, y se quedaba allí moviendo su cola al compás”.

“Un día me desperté y decidí ir a Lisboa. Mucha gente hace planes, yo reacciono a mis sentimientos. Quería estar despierta de noche y muchas ciudades echan el cierre, pero en Lisboa puede escucharse música desde las diez de la noche hasta las tres de la madrugada. Y puedo ir a cualquier parte caminando lo cual es muy importante para mí porque no quiero volver a conducir”. Conoció a la viuda del compositor y guitarrista Carlos Paredes, Luisa Amaro, que ha sido su profesora y con la que mantiene contacto. “Yo lloraba al escucharla tocar. ¿Has visto sus manos? Para tocar la guitarra portuguesa necesitas tener dedos muy fuertes”. El gran Carlos Paredes había grabado en 1990, en París, Dialogues, a dúo con el contrabajista Charlie Haden, que hace tres años invitó a Melody Gardot –también a Diana Krall, Norah Jones y Cassandra Wilson- a participar en su disco ‘Sophisticated ladies’.

The absence, título del último disco, tiene que ver con la palabra portuguesa ‘saudade’ y juega con la idea de la ausencia y la presencia. Está dedicado a todas las madres, en particular a la suya, que pasó penurias para poderla sacar adelante. También lo dedica a sus ex y sus amantes: “Cualquiera que se comprometa con un músico necesita comprender que hay un adulterio. Tienes que perseguir a la musa, y ésta puede llegar en cualquier momento”. En The absence hay una canción llamada Amalia: “Unos niños bajaban por unas escaleras de Lisboa cantando una canción de Amália Rodrigues cuando me encontré una paloma con un ala rota. Parecía una escena de una película de Fellini. La tomé en mis manos y llamamos a un veterinario, un memo que la dejó caer al suelo y me dijo “se va a morir, olvídate”. Para no alargar la historia, se encuentra bien y ya puede volar, pero ella resulta que es él. Pensaba que era una hembra y es Amalio”.

Con The absence, que se grabó tras meses pasados en Buenos Aires, Marrakech, Río de Janeiro…, Melody Gardot parte hacia nuevos destinos. Más solares, coloridos y probablemente felices porque en las sesiones de My one and only thrill, en los estudios Capitol de Los Ángeles, el arreglista Vince Mendoza llegó a bromear con ella: “Si no empiezas a escribir melodías más alegres no harás carrera”. “Sentí que había una línea que fue hasta Portugal y España desde el norte de África y de allí a Cuba y América del Sur. Una gran conexión musical”, explica. Para esta aventura contó con la producción del brasileño Heitor Pereira, ex guitarrista del grupo Simply Red y compositor de música para cine: “Normalmente yo entraba en el estudio, grababa las canciones, les añadíamos cuerdas, y luego me iba a casa. Con él fue un ‘vamos a volvernos locos’. Ahora, cuando estoy en un escenario, es siempre distinto”. Descubrió la música de Brasil, mientras se recuperaba del accidente, con el disco de Stan Getz y João Gilberto: “En realidad me gusta la voz de Astrud Gilberto, que todo sea tan sencillo, que no haya que hacer nada más. Es el tipo de chica que imagino feliz por juntarse con los chicos para tomarse una copa en un bar y luego cantar algo como si no le importara lo más mínimo. Luego me enamoré de Elis Regina. Elis me mata. Y a veces quiero que la música me mate”.

“Gardot es jazz, sin serlo, aún siéndolo”, opina el crítico de jazz de Le Monde. A ella no le preocupan las posibles deserciones ante su metamorfosis: “Ve a un concierto y verás. El jazz es libertad. Yo lo veo como si tuviera un restaurante y preparara siempre el mismo plato. Tengo un estilo, pero he descubierto cosas en mis viajes y añado otros ingredientes para probar. La gente anda dividida al cincuenta por ciento. La reacción que más me satisface es la de quienes al escuchar el disco por primera vez lo detestaron, y luego les ha encantado. Si te fijas en tipos como Miles [Davis] ves que nunca hizo la misma cosa dos veces. Mientras vivimos, estamos siempre en movimiento”.

Publicado en El País, 16/7/2013

Chet Baker

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La sombra de Django Reinhardt

Grabaciones de Django Reinhardt se escuchan en películas de Woody Allen: en Sweet and Lowdown (Acordes y desacuerdos), un personaje ficticio llamado Emmet Ray (Sean Penn) vive resignado a ser el segundo mejor guitarrista del mundo a la sombra del genial músico europeo. En 2010, centenario de su nacimiento, el alcalde de París inauguró una plaza con su nombre en el terreno donde estaba el campamento en el que se había instalado su familia casi un siglo antes. Su caravana se incendió y, tras sufrir graves quemaduras, los dedos anular y meñique de su mano izquierda quedarían prácticamente inservibles. Aún así, tocaba como nadie.

Jean Baptiste Reinhardt, nacido en Liberchies (Bélgica), donde habían acampado sus padres, apenas sabía escribir su nombre -solo fue un día a la escuela-, pero ganó mucho dinero tocando la guitarra. Podía ser rico un día y estar sin blanca al siguiente. Nunca tuvo una cuenta bancaria. Le gustaba jugar al póquer y al billar y, en sus últimos años, se sentía feliz pescando y pintando. Murió en 1953 en su casita de Samois-sur-Seine y el cementerio de la pequeña población en un recodo del Sena es lugar de culto de guitarristas y aficionados.

A finales de 1934, fundó el Quinteto del Hot Club de Francia, con Stéphane Grappelli: violín, contrabajo y otros dos guitarristas -su hermano Joseph a la rítmica-. Con el quinteto –más tarde con Hubert Rostaing al clarinete- tocó en hoteles, casinos, cavas… de Deauville a Niza, de Roma a Londres. La música del guitarrista al que Cocteau describió como “una bestia orgullosa y perseguida” la pasaba al papel pautado el clarinetista Gérard Lévêque –Django le mostraba la parte de cada instrumento en una de sus guitarras Selmer fabricadas por Mario Maccaferri -.

En la Europa ocupada por la Alemania nazi, el jazz fue considerado arte degenerado, aunque pudo escapar de las prohibiciones al amparo de algunos oficiales del ejército. Django, que se había quedado en París, era manouche y, también para los gitanos, los nazis planteaban la solución final. Medio millón murieron en los campos de exterminio. Django, biopic de Etienne Comar, con estreno esta semana en Francia, se inspira en el intento de pasar a Suiza del creador de Nuages, Manoir de mes rêves o Belleville, cuyos discos costaban dos kilos de mantequilla en el mercado negro. Los alemanes le apremiaban para ir a tocar a Berlín y decidió cruzar la frontera con su madre, Négros, y su mujer Naguine, encinta de Babik. Su primer intento de salir de Francia en un camión de chatarreros fracasó. El siguiente estuvo a punto de costarle muy caro –detenido por la Wehrmacht se libró de la deportación porque el comandante era un admirador- así que regresó a París –donde ya le había protegido el oberleutnant Schulz-Köhn, llamado Swing Doc o Doctor Jazz, como se cuenta en el libro de Mike Zwerin Swing under the nazis, traducido como Swing frente al nazi.

Tras la guerra, Django recibe un cablegrama de Duke Ellington ofreciéndole un contrato. Y en noviembre de 1946 embarca en Le Havre rumbo a Nueva York. Por la razón que fuera –se han esgrimido varias- dejó plantado al Duque sobre el escenario del Carnegie Hall. A quien le preguntaba de dónde era, el hombre libre que realizó la más original aportación de Europa al jazz respondía: “Hermano, nosotros somos de todas partes”.

Publicado en El País, 25/4/2017