“El mar nos trae la alegría y la añoranza” Cesaria Evora

Cabo Verde: unas islas volcánicas varadas en el Atlántico, a unos cientos de millas de la costa de Senegal, y descubiertas en 1456 por los portugueses, que las usaron como escala para los navíos de sus rutas hacia América y África austral. Azotadas por los vientos y castigadas por la sequía, las de barlovento, al norte, son seis -una deshabitada-; las de sotavento, cuatro.

En Mindelo, el puerto de São Vicente, nació Cesaria Evora el 27 de agosto de 1941. Recuerda aquellos días, antes de 1975, en que Portugal gobernaba un archipiélago que padeció hambrunas terribles, y ella escuchaba en la noche a Amália Rodrigues o a Ângela Maria. “Entonces había mucho movimiento, con gente de todas las razas y nacionalidades, y yo cantaba para los marineros extranjeros que me invitaban a subir a los barcos. También me llevaban a casas particulares de portugueses. Siempre me pagaban. Poco, pero suficiente para vivir”, explica. En bares y tabernas, como el Café Royal, la llamaban desde las mesas. Cantaba de pie ante los clientes a cambio de unos escudos y unos vasos de whisky o de grog, el temible aguardiente local -desde la navidad de 1994 no ha vuelto a probar el alcohol-. “La vida era más fácil. Ahora todo está caro y los salarios son escasos”.

Rogamar’ incluye canciones de dos de sus autores preferidos: Manuel de Novas, que trabajó como práctico, y Teofilo Chantre, que vive en París, y al que ella conoce desde niño. También composiciones de jóvenes -“a veces aparece alguno nuevo, que compone bien, por lo tanto voy a cantarlos”-. El congoleño Ray Lema escribió la música de São Tomé na Equador, el senegalés Ismaël Lô canta con ella Africa nossa, especie de himno panafricano, y el malgache Régis Gizavo pone su acordeón. Los arreglos son de Nando Andrade, su pianista habitual, y Jaques Morelenbaum -que ha trabajado para Jobim, Caetano Veloso, Ryuichi Sakamoto o Mariza- añadió cuerdas en varios cortes.

Tenía 16 años cuando conoció a Eduardo, que tocaba la guitarra, y empezó a cantar. “Le puse a mi primer hijo el nombre de Eduardo, así que cada vez que lo llamo no tengo más remedio que acordarme del otro”, cuenta. Cize, como la conocen sus compatriotas, ha tenido tres de padres diferentes. Y muchos pretendientes. Perdió la cuenta. De casarse, ni hablar. “El matrimonio para mí no es la felicidad”.

Dicen que siempre hizo lo que le vino en gana. Testaruda. Y generosa. “Una mujer que toma sus decisiones. Soy clara. No me gusta cansar a nadie con dudas de si sí o si no”, asegura. “La crítica es libre, me da lo mismo. Cuando estaba en un bar tomándome un whisky y oía que hacían algún comentario sobre mí, me pedía uno doble, así podían criticarme tan a gusto”.

En la portada de Rogamar hay un saxofonista en primer plano y, detrás, una Cesaria que ríe. Ya no necesita taparse la boca con las manos como hacía antes para ocultar dientes cariados. El título une las palabras rogar y mar. Cuando el océano está embravecido, más vale encomendarse a los santos, antes de la travesía en bote a través del canal que separa las islas de São Vicente y Santo Antão. “El mar lo es todo para nosotros. Nos trae alegría y saudade por las personas que se fueron”. Une y separa a los caboverdianos. 450.000 viven en las islas -el 30% por debajo del umbral de la pobreza- y otros 700.000 emigraron.

Un día se cansó de cantar en público y se encerró en casa. Una vivienda destartalada y paupérrima. Diez años. Hasta que, en 1985, la invitaron a Lisboa para unos conciertos y un LP. Luego, José da Silva, un francés de origen caboverdiano que trabajaba en los ferrocarriles galos, le propuso ir a París. Cesaria tenía 47 años. Su presentación en un club congregó sólo a unos cuantos compatriotas. Y dos primeros discos con veleidades eléctricas fueron consumidos exclusivamente por la comunidad caboverdiana. Pero llegó el acústico Mar Azul, con la estremecedora morna -el blues caboverdiano, entre fado y samba- que le da título: arrancaba el cuento de hadas.

Cesaria Evora sedujo al público francés con Miss Perfumado -300.000 discos vendidos-. Y desde París su nombre se propagó por el mundo. A su primer concierto en Nueva York asistió Madonna. Viaja de Vancouver a Tahiti, de Budapest a La Reunión, con pendientes, collares, pulseras y anillos de oro. Los meses de agosto -celebra su cumpleaños- y diciembre los pasa en Mindelo. Su nueva casa está abierta a todo el mundo y siempre hay comida preparada: la tradicional catchupa de judías, maíz y carne -“en la de rico, porque la de pobre no lleva”, matiza-.

Su madre cocinaba para los ricos y su padre, músico, murió cuando ella tenía siete años. Con diez entró en un orfanato dónde las monjas le enseñaron a coser, bordar y planchar. Los domingos cantaba en la iglesia. “Nunca imaginé que más tarde iba a ser cantante. Había hermanas portuguesas, y la madre superiora era española, me acuerdo bien de ella. Tenías que ser muy burro para no aprender”. Aguantó tres años. A su abuela le contó que cada noche veía fantasmas. “Era mentira, pero yo me quería ir. Por suerte se lo creyó y me sacó de ahí”, dice riendo.

Canta en crioulo, rechazo y recreación del idioma del colonizador, como apuntó el cineasta brasileño Walter Salles. Aún hoy canta descalza. Tiene que ver con su rebeldía. Los portugueses, y después la burguesía local, prohibían caminar por las aceras a los que no podían comprarse un par de zapatos. Cuando le apetece, cuenta historias. La de Paulino y Camuche, como llama a sus ojos: “Dos hermanos que van juntos a todas partes. Camuche está a la virulé, pero Paulino sí que ve”. Y ríe como una niña.

Publicado en El País, 4/3/2006