El 6 de enero de 1960 Lecuona embarcó en el puerto de La Habana. Malos tiempos para la lírica en la mayor de las Antillas. Estaba viviendo ya en La Florida cuando, con la salud quebradiza, y en barco –odiaba los aviones-, cruzó el Atlántico rumbo a Tenerife para conocer la tierra de su padre, un periodista canario que dirigió diarios tanto en Matanzas como en La Habana, y había muerto de forma inesperada durante una visita a Santa Cruz. En un hotel de esa misma ciudad, el 29 de noviembre de 1963, falleció también Ernesto Lecuona hijo. La SGAE, de la que era miembro, organizó en Madrid una misa en la que tocó la Sinfónica: con su féretro cubierto por la bandera cubana. Está enterrado en el cementerio de Hawthorne, Nueva York, donde reposan la leyenda del béisbol Babe Ruth o el actor James Cagney: lo pidió en su testamento, en el caso de que hubiese un gobierno comunista en Cuba.
Lecuona había crecido en la recién fundada República y viajó muchas veces a España -en Málaga fue nombrado hijo adoptivo- ofreciendo conciertos, operetas o revistas en teatros madrileños como el Apolo, el Lara o el Pavón. Ernestina, la hermana mayor, le dio clases de piano y, en el conservatorio, tuvo como profesores a Joaquín Nin y Hubert de Blanck. Su biógrafo, Orlando Martínez, escribió que poseía unas manos muy grandes y ligeras a la vez; garras de león ocultas entre sedas.
Llevó la música cubana por el mundo. En París tocó en las salas Gaveau y Pleyel y, en el Carnegie Hall de Nueva York, estrenó la Rapsodia negra para piano y orquesta. Escribió las partituras de España, Sevilla, Barcelona… y la Suite Andalucía. Más de 850 obras: danzas para piano (La comparsa, Malagueña), canciones como Siboney, la conga Para Vigo me voy o zarzuelas como María la O, con libreto de Sánchez Galarraga. En una Cuba que aún tenía en cuarentena el aporte musical africano, él empleó sus divisiones rítmicas y usó títulos como Danza de los ñáñigos. “Lo que hizo Gershwin con el blues y con el jazz, lo hizo Lecuona con los ritmos afrocubanos”, cuenta Michel Camilo en Playing Lecuona, un documental de casi dos horas realizado por el canario Juanma Villar Betancort y el cubano Pavel Giroud con apoyo de organismos como Fundación SGAE. Participan otros dos gigantes del piano, Chucho Valdés y Gonzalo Rubalcaba, más las cantantes Omara Portuondo, Esperanza Fernández y Ana Belén, el guitarrista Raimundo Amador o Los Muñequitos de Matanzas.
La Revolución, como hizo con tantos artistas desafectos, olvidó al que quizá sea el músico más universal de Cuba. En Guanabacoa, la ciudad en la que nació, solo lo recuerda una placa deslucida sobre un bloque de piedra: “En este lugar estuvo ubicada la casa natal del compositor Ernesto Lecuona y Casado”. En Playing Lecuona, un Chucho parado ante la inscripción, dice lo que todos saben: “Es increíble que esto sea lo único que queda del maestro Lecuona. Es injusto, él es el padre de la pianística cubana… Merecería algo mucho mejor”.
Publicado en El País, 17/2/2016
Fotografía del archivo de SGAE