Melody Gardot está en París. En un hotel de cinco estrellas al lado de los Campos Elíseos. La joven estadounidense tiene un concierto privado: canta en un pabellón de acero y vidrio instalado en el Jardín de las Tullerías, para los más de 300 invitados de la marca suiza de joyas y relojes de lujo que la ha elegido como embajadora. Circula un vídeo con su interpretación de La vie en rose y, en los últimos meses, ha llenado seis veces el Olympia, la mítica sala que vio triunfar a Edith Piaf, Jacques Brel o Amália Rodrigues. “Amo París. Es el primer sitio que sentí que era mi hogar. Me gusta el estilo de vida. El aprecio de la gente por la poesía, la música y las artes. Vivo en Filadelfia, una de las ciudades más antiguas de Estados Unidos, y hay una calle diseñada por el hombre que proyectó los Campos Elíseos así que tiene cierto aire parisino. Yo solía caminar por ella desde niña imaginando que estaba aquí”.
Hoy toca pelo negro, las uñas de las manos de color azul y labios rojo sangre, un vestido corto morado, medias de rejilla y zapatos de tacón de aguja, sombrero negro de ala y esas gafas oscuras que probablemente sólo se quita a la hora de dormir. ¿Poses de diva? Nada más lejos de la realidad. Melody Gardot –la ‘t’ final no se pronuncia- se muestra amable y cálida. En cuanto desaparece del cuarto de hotel la cámara de TV de su anterior entrevista pide permiso al periodista para quedarse descalza y, apoyándose levemente en su bastón, se acerca a la ventana abierta a un gran patio para fumarse un cigarrillo. Con el sonido de fondo de las campanas de una iglesia cercana, habla sobre las diferencias entre el idioma portugués en Portugal y en Brasil, o el castellano de España y el de América –explica que le cuesta mucho menos entender los acentos del hemisferio sur-, y se interesa por saber las razones de las distintas pronunciaciones de la ‘c’ y la ‘z’ en español. Su novio entra en la habitación y le entrega una bolsa de plástico de la que ella saca varios grandes botes de suplementos vitamínicos naturales: C, B12… Se sienta ante una mesita, desenrosca uno de los tapones y se traga dos pastillas sorbiendo con una pajilla agua mineral de una pequeña botella. “A algunos músicos les gusta tomar drogas, lo mío son las vitaminas”, dice riendo.
Hace diez años –ella tenía 19- pedaleaba por las calles de Filadelfia cuando se le cayó el mundo encima. Un todoterreno se saltó un semáforo en rojo y la arrolló. Quedó en el suelo con la pelvis fracturada y múltiples traumatismos. “¿Si empezó una nueva vida? Yo creo en el viaje del alma. Hay muchas historias de personas que han tenido experiencias próximas a la muerte y de cómo les ha cambiado la vida. Absolutamente todo cambia dentro de uno. Y fuera de nosotros, a nuestro alrededor. Para mejor. No me puedo imaginar más agradecida al despertar y por ser lo que soy ahora. Es un ‘milagro’ –pronuncia la palabra en español-”. Hasta entonces pintaba y soñaba con trabajar en el mundo de la moda o el diseño. Y, desde los 16, y para sus gastos, tocaba el piano en bares los fines de semana: de Duke Ellington a Radiohead.
Tenía tal cantidad de morfina en el cuerpo que alguien podría haberme dicho que me iban a implantar un pene y le hubiera contestado ‘bien, estupendo, sólo quiero que me enseñes a usarlo’ (se ríe). Yo estaba en cama y veía unas sombras blancas que eran los médicos. Como en una película de vampiros. Tenían gráficos en las manos y con su diagnóstico me condenaban a cadena perpetua. Una curiosa manera de jugar a ser Dios”, recuerda. “He visto tantas cosas hermosas que los médicos no consiguen explicar. Si tú quieres, si trabajas contra la muerte, te puedes quedar aquí un poquito más. Creo que una muerte emocional se produce de igual modo”.
Tardó meses en hablar de nuevo –su cerebro funcionaba, pero las palabras no lograban salir de su boca- y más aún en volver a caminar. Un neurólogo la animó a utilizar la música como terapia. Recostada en la cama intentaba canturrear ayudándose de una guitarra. Así surgió, en 2005, el material de un EP de seis canciones que acabó llamándose Some lessons. Las había ido grabando en un ocho pistas que tenía en su habitación. Al principio lo hacía simplemente porque le fallaba la memoria a corto plazo: era incapaz de recordar qué había hecho un rato antes. “Cuando regresé a casa había un par de zapatos de tacón de aguja al pie de la cama y no dejaba de mirarlos pensando ‘algún día me los voy a poner’. Conocí a una osteópata, una persona muy especial a la que le importaba un comino el negocio de las aseguradoras médicas o el número de pacientes que se suponía debía de atender diariamente, y le pregunté ‘¿crees que podré volver a caminar algún día?’. Y ella me contestó: ‘Nena, yo te voy a ver bailando” (se emociona al contarlo).
Hoy sigue siendo hipersensible al sonido y la luz –de ahí sus gafas oscuras- y camina con un bastón. Uno de los doctores que la cuidaron comentó que no es posible separar su música del daño que sufrió. Se queda un rato en silencio. “Ray Charles era ciego, Ray Charles era músico o Ray Charles era un músico ciego? Creo que una puerta conduce a otra. Estoy dónde estoy porque vengo de dónde vengo. Así que lo acepto de la mejor manera. Es como el vino y el viñedo. No puedes cambiar la tierra de la que nace la uva, pero cada año cobra un sabor distinto”, comenta quien practica el budismo y sigue una dieta macrobiótica. Melody Gardot financia un programa de terapia musical en el hospital de Nueva Jersey donde fue atendida. Y en su página de Internet dejó escrita una reflexión sobre la discapacidad: “¿Esa palabra no debería aplicarse a todo el mundo? Piensa en cuanta gente que tú conoces no dibuja bien. Todas esas personas que no saben dibujar ¿no están discapacitadas para la pintura? Yo soy capaz de realizar determinadas tareas e incapaz de hacer otras. Eso es todo”.
En 2008 grabó Worrisome heart y, al año siguiente, producción de Larry Klein y arreglos de Vince Mendoza, My one and only thrill, del que ha vendido cientos de miles de ejemplares. Cuando se acerca al micro, deja apoyado el bastón y empieza a cantar a capella, acompañándose apenas de los chasquidos de sus dedos, el tintineo de una pulsera o su tacón golpeando el suelo, no hay quien se le resista. Afinación, swing, y una coloratura de voz carnosa que le permite transmitir emoción sin necesidad de forzar registros: al servicio de la melodía, de la letra de cada canción. En sus conciertos suele incluir algún que otro clásico: Over the rainbow –homenaje a su abuela-, Ain´t no sunshine de Bill Withers o ‘Sodade’, que cantaba Cesaria Evora. Aunque, básicamente, interpreta sus propias composiciones. Algunas parecen sacadas del mejor cancionero estadounidense de los cuarenta y cincuenta. “Me siento más cómoda escribiendo un blues porque entiendo el sufrimiento. Me gustan las historias, leerlas, oirlas y, de vez en cuando, incluso escribirlas”. Carla Bruni compara sus letras con la poesía de Emily Dickinson: “Carla es un encanto”.
Si uno la escucha por primera vez, sin tener la más mínima referencia previa, su voz no parece la de una mujer de veintitantos años. “Todo el mundo piensa que soy mayor. Y lo soy”, asegura. “Yo diría que tengo dos millones de años porque me interesa mucho más el alma que cuantas décadas lleva acumuladas mi cuerpo”. Vive prácticamente en una maleta. “Soy como un genio, todo lo que tienes que hacer es frotarla tres veces y aparezco”, dice riendo. Al pasar la mayor parte del tiempo viajando se vio obligada a desprenderse de su gato Maestro. “Oh, Maestro, Maestro”, exclama como lo haría una niña. “Cuando empecé a viajar no podía hacer planes de nada. Me avisaban de pronto de que tenía que estar dentro de un avión en tres días y pasar una semana fuera de casa. Y luego volvía a casa y vuelta a empezar. Al vivir sola tuve que encontrarle un nuevo hogar a mi gato. Era increíble porque yo estaba tocando el piano en mi apartamento y si le gustaba, saltaba de la cama, venía a sentarse conmigo en el taburete, y se quedaba allí moviendo su cola al compás”.
“Un día me desperté y decidí ir a Lisboa. Mucha gente hace planes, yo reacciono a mis sentimientos. Quería estar despierta de noche y muchas ciudades echan el cierre, pero en Lisboa puede escucharse música desde las diez de la noche hasta las tres de la madrugada. Y puedo ir a cualquier parte caminando lo cual es muy importante para mí porque no quiero volver a conducir”. Conoció a la viuda del compositor y guitarrista Carlos Paredes, Luisa Amaro, que ha sido su profesora y con la que mantiene contacto. “Yo lloraba al escucharla tocar. ¿Has visto sus manos? Para tocar la guitarra portuguesa necesitas tener dedos muy fuertes”. El gran Carlos Paredes había grabado en 1990, en París, Dialogues, a dúo con el contrabajista Charlie Haden, que hace tres años invitó a Melody Gardot –también a Diana Krall, Norah Jones y Cassandra Wilson- a participar en su disco ‘Sophisticated ladies’.
The absence, título del último disco, tiene que ver con la palabra portuguesa ‘saudade’ y juega con la idea de la ausencia y la presencia. Está dedicado a todas las madres, en particular a la suya, que pasó penurias para poderla sacar adelante. También lo dedica a sus ex y sus amantes: “Cualquiera que se comprometa con un músico necesita comprender que hay un adulterio. Tienes que perseguir a la musa, y ésta puede llegar en cualquier momento”. En The absence hay una canción llamada Amalia: “Unos niños bajaban por unas escaleras de Lisboa cantando una canción de Amália Rodrigues cuando me encontré una paloma con un ala rota. Parecía una escena de una película de Fellini. La tomé en mis manos y llamamos a un veterinario, un memo que la dejó caer al suelo y me dijo “se va a morir, olvídate”. Para no alargar la historia, se encuentra bien y ya puede volar, pero ella resulta que es él. Pensaba que era una hembra y es Amalio”.
Con The absence, que se grabó tras meses pasados en Buenos Aires, Marrakech, Río de Janeiro…, Melody Gardot parte hacia nuevos destinos. Más solares, coloridos y probablemente felices porque en las sesiones de My one and only thrill, en los estudios Capitol de Los Ángeles, el arreglista Vince Mendoza llegó a bromear con ella: “Si no empiezas a escribir melodías más alegres no harás carrera”. “Sentí que había una línea que fue hasta Portugal y España desde el norte de África y de allí a Cuba y América del Sur. Una gran conexión musical”, explica. Para esta aventura contó con la producción del brasileño Heitor Pereira, ex guitarrista del grupo Simply Red y compositor de música para cine: “Normalmente yo entraba en el estudio, grababa las canciones, les añadíamos cuerdas, y luego me iba a casa. Con él fue un ‘vamos a volvernos locos’. Ahora, cuando estoy en un escenario, es siempre distinto”. Descubrió la música de Brasil, mientras se recuperaba del accidente, con el disco de Stan Getz y João Gilberto: “En realidad me gusta la voz de Astrud Gilberto, que todo sea tan sencillo, que no haya que hacer nada más. Es el tipo de chica que imagino feliz por juntarse con los chicos para tomarse una copa en un bar y luego cantar algo como si no le importara lo más mínimo. Luego me enamoré de Elis Regina. Elis me mata. Y a veces quiero que la música me mate”.
“Gardot es jazz, sin serlo, aún siéndolo”, opina el crítico de jazz de Le Monde. A ella no le preocupan las posibles deserciones ante su metamorfosis: “Ve a un concierto y verás. El jazz es libertad. Yo lo veo como si tuviera un restaurante y preparara siempre el mismo plato. Tengo un estilo, pero he descubierto cosas en mis viajes y añado otros ingredientes para probar. La gente anda dividida al cincuenta por ciento. La reacción que más me satisface es la de quienes al escuchar el disco por primera vez lo detestaron, y luego les ha encantado. Si te fijas en tipos como Miles [Davis] ves que nunca hizo la misma cosa dos veces. Mientras vivimos, estamos siempre en movimiento”.
Publicado en El País, 16/7/2013