Nueva York, primavera de 1939. En el Café Society, de Greenwich Village, silencio roto apenas por el ruido de vasos, cuando Billie Holiday empieza a cantar:
“Árboles del Sur cargan extraños frutos,
Sangre en las hojas y sangre en la raíz,
Cuerpos negros balanceándose con la brisa sureña,
Frutos extraños que cuelgan de los álamos”
Billie sigue cantando la inédita Strange fruit y las imágenes no mejoran. El público del Café Society la escucha atónito.
“Escena pastoral del gallardo Sur,
Los ojos saltones y la boca torcida,
Perfume de magnolias, dulce y fresco,
Y el repentino olor a carne quemada.
Aquí está el fruto para que lo arranquen los cuervos,
Para que lo tome la lluvia y el viento lo chupe,
Para que el sol lo pudra y los árboles lo dejen caer,
Es una extraña y amarga cosecha”.
La voz de Billie se detiene en crop, la última palabra: cosecha. El foco que ilumina su rostro se apaga y la sala queda a oscuras. Tímidos aplausos primero, muy tímidos, y ya de nuevo con la luz, las aclamaciones: el horror transformado en arte.
El Café Society de Barney Josephson, en un sótano de Sheridan Square, era uno de los primeros clubes, fuera de Harlem, abierto a blancos y negros. Y la canción la firmaba Lewis Allan, seudónimo adoptado por Abel Meeropol, un judío de origen ruso afiliado al Partido Comunista, que se ganaba la vida como profesor. Strange fruit denunciaba los linchamientos en los estados del sur de Estados Unidos. Impactado por la fotografía de dos linchamientos en Marion, Indiana, primero escribió un poema, Bitter fruit, que se publicó en un diario marxista y un órgano sindical. Luego decidió ponerle música. Con Strange fruit terminaba Billie Holiday sus actuaciones –tres pases cada noche-, acompañada por el pianista Sonny White y la orquesta del trompetista Frankie Newton. Columbia no quiso saber nada de la canción, pero le dio permiso para grabarla en el sello Commodore.
De racismo sabía demasiado Billie Holiday: cuando la gira por el Sur con la orquesta blanca de Artie Shaw, mientras los músicos comían en restaurantes solo para blancos, ella lo hacía en el autocar, que paraba en medio del campo para que pudiera aliviarse tras un arbusto. Nunca sabía cómo la iban a tratar. En algunos restaurantes solo la atendían en la cocina. Tenía la costumbre de pedir una hamburguesa que envolvía en un pañuelo de papel y guardaba en su bolso por si se complicaba la siguiente comida.
Este 7 de abril se cumplen cien años del nacimiento de Eleanora Fagan. Su voz vulnerable, al tiempo áspera y lánguida, irónica o triste, hacía brillar las palabras de las canciones que interpretaba, incluso de las más insignificantes. También escribió algunas: Fine and mellow, Don´t explain, God Bless The Child… Fraseaba como un músico, con la sabiduría y sensualidad de quien nunca perdía el tempo.
Lady Sings The Blues, autobiografía que le dictó a mediados de los años cincuenta a William Duffy, comienza así: “Mamá y papá eran un par de críos cuando se casaron. Él tenía dieciocho años, ella dieciséis y yo tres. Mamá trabajaba de asistenta en casa de unos blancos. Al ver que estaba embarazada la pusieron de patitas en la calle… Los dos críos eran pobres. Cuando se es pobre, se crece rápidamente”.
Libros y artículos cuentan las miserias de su vida: la violación (o el intento) con diez años, sus primeros trabajos como criada, su estancia en un burdel, el arresto por prostitución, su mala suerte con hombres que la chuleaban, las humillaciones raciales, la estancia en la cárcel siempre en el punto de mira de los agentes de narcóticos o su muerte en la cama de un hospital de Nueva York acusada sin piedad alguna de posesión de drogas.
Quien queda hoy es la cantante que debutó con catorce años en Nueva York; la jovencita con la que John Hammond se topó en 1933 y a la que hizo grabar para Columbia con la orquesta de Benny Goodman; la mujer que formó parte de las orquestas de Count Basie y Artie Shaw y estuvo en el grupo del pianista Teddy Wilson; la compañera de Lester Young, el saxofonista que le puso el apodo de Lady Day; la voz que emocionaba en los mejores clubes, las emisoras de radio y televisión y los estudios de grabación, y que conmocionó al jazz.
Se hizo llamar Billie –por la estrella del cine mudo Billie Dove- y Holiday –por su padre biológico, el guitarrista Clarence Holiday-. Murió en 1959. Con cuarenta y cuatro años. La que siempre cantaba como nunca, como escribió Eduardo Galeano. No deja de conmovernos.